lunes, 16 de marzo de 2009

Había una vez y comieron perdices

Había una vez un valeroso príncipe. Era alto, y rubio, y guapo, y con los ojos azul turquesa esmeralda con un ligero toque de limón. Todas las princesas del reino, las cincuenta, perdían las bragas por él. Valeroso soldado, guerrero condecorado en mil batallas, un experto haciendo punto de cruz, y además tenía esa chispa en los dientes que le sale a todo príncipe encantador cuando sabe que le enfoca la cámara. Sólo que él la tenía natural, sin cámara ni nada. Era, sin duda, el príncipe azul que toda princesa anhelaba.
Bueno, pues este cuento no va de ese príncipe. Va de un pastelero que vivía, de hecho, siete reinos más para la derecha, giras hacia el puente del troll, sigues hasta muy muy lejano y allí das la vuelta a la rotonda. Pues veinte reinos más para allá.
El pastelero era un tipo canijo, muy risueño. Estaba todo el día ji ji jí por aquí, ji ji jí por allá. ¿Hacía un pastel? Ji ji jí. ¿Preparaba una tarta? Ji ji jí. ¿Descuartizaba a un recaudador de impuestos? Bueno, ahí ya se descojonaba vivo el condenado.
Y un buen día… en fin, la verdad es que era de noche, porque el pastelero tenía el turno de noche en el psiquiátr… este… en la pastelería. La cosa es que una buena noche… y el caso es que tampoco me acuerdo de si fue tan buena. Quiero decir, algo de nubes había, de eso me acuerdo, y pegaba un relente que oye, hasta estando muerto se notaba. ¿Llovía? La verdad es que no me acuerdo… Tendré que pedir el parte meteorológico, a ver si en los archivos tienen… Bueno, que me desvío del tema: una noche de mierda, el pastelero conoció a una valerosa soldado del reino. Era paliducha y de pelo cobrizo. Al pastelero se le hizo la pollca agua la primera vez que la vio.
Ella también parecía haber sentido algo. Le dijo que había leído todos sus tratados deee…. De repostería, por supuesto, como tiene que ser, como el célebre “los efectos beneficiosos del miedo en la preparación del chocolate blanco” o “Esquizofrenia Torres: a la vainilla sabe mejor”. Ese fue el día que le confesó su sueño imposible: era una respetada soldado del reino, pero siempre había deseado llegar a más. Siempre había querido ser… ehm… pastelera.
De modo que nuestro alegre pastelero llamó por el móvil a su amigo Angelus… este… llamó por el móvil a Sir Angelus, un franchute amigo suyo, y le pidió que moviera todos los contactos posibles para conseguirle a la dama a la que amaba el título de pastelera. Nunca se supo qué fue lo que ocurrió en realidad. Tal vez Angie envió al ejército de su castillo a intimidar a la cúpula de la Universidad Bollera del Norte, pero el caso es que en apenas una semana, la soldado había visto realizado su sueño.
¿Y todo esto para qué? Todo esto sirvió para que la soldado pastelera entrase a trabajar como aprendiza del pastelero. Y se conocieron, y se enamoraron, y él la invitó a beber, y ella bebió, y luego siguieron trabajando, porque a quien madruga amanece más temprano, como bien dice el repaco… ¿Cómo? Sí, lo sé, refrán… repaco… refrancisco, en líneas generales.
Pues bien. Lo que de esta historia no se ha contado es el sentimiento de profunda diabetes emocional que experimentaba el pastelero desde el principio. Sabía perfectamente que las relaciones soldado-pastelero rara vez salen como uno espera, al menos no como uno espera si es aficionado al cine porno. Era consciente de que, en cualquier momento, el ejército podía investigar por qué una de sus más condecoradas soldados se dedicaba alegremente a preparar magdalenas. O peor aún: ella podía descubrir que él era… ehm… bueno, que además de pastelero era tornero fresador. Algo le decía que a ella no le importaría, que sería capaz de perdonarle cualquier indiscreción a su Pastelito, pero ¿podía correr ese riesgo? Sin embargo, cada vez que miraba sus ojos de carbón dulce, su cabello de ángel, su piel de nata y crema, sus dos merengues con guinda en lo alto, el pastelero se convencía más y más de la terrible verdad: no podía dejar de estar a su lado. Aunque le supusiera la muerte.
Y esta es la hermosa historia del pastelero Pastelito y de la soldado Pastelera, de cómo se enamoraron y rompieron todas las barreras sociales y/o lógicas habidas y por haber, sólo por luchar por su amor. Porque nada hay más importante que el dinero, gracias al cual se puede comprar un anillo para recordarse el uno al otro lo que se quieren.
¿Te ha gustado el cuento, Iris? Pues venga, duérmete de una puta vez, que cada noche me cuesta más que pegues ojo.



Relato de Jack Ryder (Javier Martinez)